En un momento del concierto de Nile Rodgers en ICÓNICA Sevilla Fest el pasado 12 de julio, recordé un reciente ensayo de Geoff Dyer, “Los últimos días de Roger Federer y otros finales”. Allí, el escritor norteamericano reflexiona acerca de las razones que llevan a muchos artistas y deportistas a alargar sus carreras mucho más allá de lo razonable. Una realidad que, en no pocas ocasiones provoca escenas patéticas, que pueden echar por tierra la leyenda de esas personas. Una realidad que, en no pocas ocasiones provoca escenas patéticas, que pueden echar por tierra la leyenda de esas personas.

Por supuesto, muchas veces la razón principal es el dinero, sobre todo en el caso de músicos cuya obra se reivindica por nuevas generaciones; generaciones que están dispuestas a pasar por caja en una gira de reunión. Pero Dyer defiende también razones menos ligadas a lo material: por ejemplo, la dificultad de que una persona que ha vivido siempre bajo los focos pase de repente al anonimato, con el golpe que eso puede suponer a su ego. O las complicaciones que supone dejar un modo de vida tan alejado de lo común como la creación artística, que suele tener un componente obsesivo, para instalarse en la vida de un jubilado convencional.

Ninguna de estas cuestiones parece explicar por qué Nile Rodgers, a punto de cumplir setenta años, se sigue subiendo a tocar a un escenario. Desde luego, no es por falta de efectivo: el impresionante listado de hits que ha escrito o producido en las últimas cinco décadas le garantiza unos derechos de autor de muchos ceros y el amor incondicional de sus banqueros.

Tampoco es un señor que se aburra, porque su presencia entre la aristocracia del mainstream no ha decaído en ningún momento, como demuestran su aparición en el disco que publicó Beyoncé el año pasado, o el anuncio, durante el concierto que dio en Sevilla, de una próxima colaboración con Coldplay (unos Coldplay, por cierto, que parecen haberse abonado a los ritmos de baile tras pasar por las manos del sueco Max Martin).

Así que lo más lógico es pensar que, si Rodgers monta todo este circo, es sobre todo por reivindicar el valor de su propia figura. O al menos, por reivindicar ese valor entre un público generalista, que ha cantado durante décadas los éxitos que grabó para mitos como Madonna, David Bowie o Duran Duran, pero que desconoce que era su mano la que estaba detrás de esas canciones.

Además, y a diferencia de otras figuras como Bob Dylan (por citar uno de los casos de estudio de Dyer), su estupenda forma física le permite aguantar dos exigentes horas de concierto sin que nadie tenga que acompañarlo al escenario, bailando y cantando por todo el escenario, incluso en condiciones tan adversas como la de Sevilla, que estaba sumida esa noche en plena ola de calor.

Nile Rodgers

Nile Rodgers, reivindicando su propia figura

Acompañado de una banda solvente y musculosa, Rodgers montó esa celebración de sus propios logros a partir de un repertorio de casi treinta canciones, que unía con hilo invisible sus primeros pasos al frente de Chic (arrancaron con “Le freak”, ahí es nada) y todas esas producciones que ha realizado desde entonces.

Un repertorio en el que no existían flaquezas ni debilidades, y que presentó en formato medley; un formato que suele horrorizar a público del rock, pero que tiene todo el sentido en manos de un músico que echó los dientes con la música disco, el primer género en el que las canciones estaban pensadas para que un DJ las mezclara después en los clubes.

Nile Rodgers

Un recorrido de artista a artista con guiños a la música negra

Aquel fue un recorrido que saltaba de artista en artista: desde la Diana Ross de “Upside down” al “We are family” de Siste Sledge; del “Cuff it” de Beyoncé al “Get lucky” de Daft Punk; del “Spacer” de Sheila B. & Devotion (donde incluyó un guiño al “Soldados del amor” de Olé Olé, que también produjo él) al “Lady (hear me tonight)” de Modjo. Y entre medias, guiños a la música negra del siglo XX, sutiles citas a Miles Davis, Funkadelic o Sly And The Family Stone, que se colaban entre las canciones como si fueran pepitas dejadas al alcance del público más atento.

El aire de verbena se acentúo con los inevitables juegos de llamada y respuesta entre banda y público (un público talludito en su mayoría, por cierto), y con una serie de parlamentos, que funcionaban mucho mejor cuando tiraba de anecdotario (por ejemplo, cómo intentó convencer a Madonna, sin éxito, de que su segundo se titulara “Material girl” en vez de “Like a virgin”. Luego tocó las dos canciones), que cuando presumía de logros, grammys y álbum fotográfico.

Y por supuesto, con un emotivo final de fiesta, en el que se sucedieron un sentido homenaje a Bowie, con la inefable “Let’s dance”, y un “Good times” que se transmutó en “Rapper’s delight”, un recordatorio de que, en gran medida, el hip hop nació como el hijo desarrapado de la música disco. Para el bis quedó de nuevo “Le freak”, esta vez tocado en toda su plenitud, mientras la pantalla trasera refulgía con el brillo de una gran bola de discoteca. La prueba de que, al menos por dos horas, los días felices estaban aquí de nuevo.

iconicafest.com

Texto: Vidal Romero

 

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